Se desempeñó como secretario de la Alcaldía, durante
la gestión de don Francisco de la Ossa. En 1903, debido a la separación de Panamá de Colombia, fue designado Agente Confidencial en Argentina.
En 1904 se le nombró Cónsul en Saint Nazaire, cargo que no pudo
ejercer por motivos de salud. En 1908 fue nombrado Vicecónsul en Callao.
En 1911 se le asciende al rango de Cónsul General y en 1913 es
trasladado a Valparaíso, Chile, con el cargo de Cónsul.
En Perú contrajo matrimonio con doña Elvira Paulsen. De este matrimonio nació su hijo único, Darío Herrera Paulsen.
Darío Herrera |
Max Henríquez Ureña, en su loable Breve Historia del modernismo,
nos dice: "Darío Herrera (1870-1914) es el más alto representante, por no
decir el único genuino, que tuvo Panamá dentro del movimiento modernista".
Y agrega: "desarrolló su actividad literaria más importante fuera de la
tierra nativa, especialmente en Buenos Aires, donde se incorporó al grupo de
Rubén Darío a la redacción de El Mercurio.
Colaboro en distintos diarios y revistas literarias de su época. En Buenos Aires, en La Nación, El Mercurio de América y El Diario; en México, en El Imparcial y El Mundo Ilustrado,
en México se destaco por su gran actividad literaria, donde reproduce
sus escritos de Horas Lejanas y publica una novela corta titulada Baja la lluvia; en Cuba, en La Habana Elegante y El Fígaro; en El Salvador, La Quincena
dedicó uno de sus números a la publicación de sus versos y de retazos
de su prosa; y en otros países como Chile, Perú y Guatemala colaboró en
diferentes diarios y revistas. En Panamá, su participación fue
continua en la prensa y revistas periódicas como Nuevos Ritos y El Heraldo del Istmo. También colaboro en la revista Mundial, dirigida por Rubén DaríoColumna sobre Dario Herrera en el periodico Panamá-América del año 1999 |
Su poesía se caracteriza por ser sugestiva, psíquica y melancólica; la cual, además, posee una notable influencia de Leconte de Lisle, Stéphane Mallarmé, Verlaine, además de José Asunción Silva y de Rubén Darío. Desde el punto de vista formal, la obra de Darío Herrera es muy estética (debido a la influencia parnasiana) y se distingue por su gran poder descriptivo, elegancia en la frase rebuscada y por una preocupación léxica y formal que se refleja en su rima que es capaz de crear ritmos especiales para expresarse. La temática de su poesía gira en torno al hastío del amor, la mitología grecolatina y la muerte. Característico en la obra de Darío Herrera es su intento de evadir la realidad (lo cual está muy presente en los poetas modernistas), buscando un escenario en el pasado o en el esplendor europeo..
Publico su obra de compilación de cuentos llamada Horas Lejanas en 1903 en Argentina.
Portada de una versión remasterizada de Horas Lejanas |
Darío Herrera murió el 10 de junio de 1914 al norte de Chile en Valparaíso a los cuarenta y cuatro años, donde desempeñaba el papel de cónsul panameño.
57 años después de la muerte de Darío Herrera, su hijo Darío Herrera Pulsen publico el libro de su padre titulado 'Lejanías'.
Poesias
Canción de otoño
Los sollozos, largos lentos,
de los vientos
en las tardes otoñales,
van resonando en mi alma
con la monótona calma
de los toques funerales.
Poesia Post Umbra |
obedeciendo al impulso
del quebranto,
de mis antiguas historias
siento llegar las memorias
humedecidas de llanto.
Y a un viento malo, sin rumbo,
voy marchando tumbo a tumbo
por mi existencia desierta,
como al hálito glacial
de la ráfaga otoñal
la hoja muerta.
El pino y la palma
En el frío Norte y en desnuda cumbre
dormitando se halla pino solitario;
la nieve y el hielo le dan su vislumbre,
le exornan y envuelven en blanco sudario.
Y ante el cielo negro y en su cumbre helada,
tiritando piensa que en lejano Oriente
una palma sufre, silenciosa, aislada,
en ribera abrupta, bajo el sol ardiente.
Diana
Yo no la admiro así, con su altanero
gesto de virgen al amor esquiva;
cuando sobre la caza fugitiva
arroja el dardo rápido y certero.
Ni tampoco en su símbolo guerrero,
la Hécate implacable y vengativa,
que da a los brazos cólera agresiva
y pone el exterminio en el acero.
Pero la adoro cuando en alta noche
cruza, rigiendo su argentino coche,
bajo el azul, de estrellas florecido;
y llegando a la gruta misteriosa,
como la casta, enamorada esposa,
besa en los labios a Endimión dormido.
Leda
Divino es el cisne; la virgen es Leda.
El bosque simula paisaje de Edén.
La brisa los himnos de nupcias remeda;
es oro volátil el pelo en la sien.
El busto en las alas abiertas se enreda.
La hermosa palpita, y el cisne también.
Calor de caricias… El plumón de seda
a muslos y flancos les presta sostén.
Ya el cisne divino sus alas retira:
Efímera es siempre la dicha de amor.
Ella deslumbrada con asombro mira.
El cuerpo del ave tornarse fulgor;
Y Leda comprende, de orgullo suspira,
que Júpiter mismo fue su seductor!...
Lied
No sé por qué presiento que las tranquilas
sonrisas de tus labios son dolorosas;
que hay duelos ocultos en las radiosas
noches estelares de tus pupilas.
Que los dulces escorzos de tu estatuaria
tan sólo exteriorizan gestos escénicos;
y a través de sus ritmos, que son helénicos,
hay la actitud contrita de la plegaria.
Y pues son tus sonrisas tan dolorosas,
¿Por qué muestras en ellas dichas tranquilas?
¿E ignoras que esos duelos, en tus pupilas,
las harían más nobles por más radiosas?
¿Qué en vez de esos escorzos que son escénicos
y simulan los gestos de la estatuaria,
las actitudes tristes de la plegaria
serán triunfos más bellos, que los helénicos?
La verdad es sagrada, y el mundo finge;
la verdad, por divina, por buena, enorme,
con sus luces de soles hace ya informe
de los mitos la inerte, mentida esfinge….
Cuentos
Claro de Luna
Media Noche.
Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!
Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.
Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...
Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.
Un Beso
Los
pasajeros abandonaron el comedor, y quedamos en la sala del Chile, los
cuatro amigos de la misma mesa, siguiendo, entre las aspiraciones del
humo de los cigarros y los sorbos del café, nuestra charla, mecida
cadenciosamente por los tumbos suaves del barco. En el salón contiguo,
Alicia, la linda limeña –cuya vivacidad adorable, en la gracia ingenua
de sus diez y ocho años, alegraba la monotonía del viaje –tocaba en el
piano un lie de Mendelssohn.
Estábamos a la altura de Arica. Al través de las ventanas aparecía, distante, el puerto cautivo. Su caserío se apiñaba sobre la cordillera costeña, cuya absoluta aridez, desde el comienzo del litoral peruano, se rompía ahora con frescos cuadros de verdura. Del otro Lado, la vista dilatábase por la planicie marina, de trepidaciones lentas y largas, sobre la cual un sol gozoso, en el cenit, dardeaba su luz rubia. En los flancos del vapor, el manso oleaje de la rada tenía sonoridades dulces.
Y como se hablara de las mujeres de Lima, Antonio, el joven santiaguino, que venía de concluir en un colegio de New–York sus estudios de ingeniero electricista, exclamó:
–Sí, convengo en que son encantadoras; pero pierden mucho cuando se las compara con las norteamericanas... A pesar de mi profesión no soy, en lo general, partidario de ese buen país yanquee. Me abruman –a mí, latino por esencia –sus maquinarias, sus puentes, sus edificios, sus diarios, sus réclames, todas sus creaciones enormes y desproporcionadas: ellas evidencian un don especial para lo inarmónico, para lo inartístico. Pero, en cambio, poseen algo encantador, algo de que guarda mi espíritu un recuerdo imborrable. ¡Ah, sus mujeres!... He besado mas bocas virginales que rayos luminosos está derramando el sol en el mar. En este ejercicio adquirí conocimientos profundos; y, como des Esseintes en la del perfume, soy un maestro en la complicada ciencia del beso. En ella reside el placer perfecto, por lo mismo que no se llega jamás a la saciedad del goce total, con su corolario de hastío. Y no creo nada tan delicioso como esos flirts –inofensivos farsas amorosas– en que ejecutáis, pianista hábil, músicas exquisitas sobre el teclado vibrante de una boca propicia, roja y aromada cual cereza madura!....
–No estamos de acuerdo, Antonio –dijo don Carlos, diplomático ecuatoriano– Las muchachas norteamericanas, con su educación y sus costumbres, me producen el efecto de las Semivírgenes. ¡Dar los labios al primer conocido con la impúdica facilidad de una cortesana vulgar! Eso será agradable para los galanteadores de oficio; pero es desilusionador para el amante sincero. Eso es la prostitución, la vulgarización del beso, convertido así en un acto tan estúpidamente maquinal como el de darse la mano, puesto que pierde todo el atractivo de lo difícil y prohibido.
–Tiene razón, don Carlos, –dijo Hernández, el emigrado venezolano. –Además, agregó palideciendo, tales besos serían profanadores para quienes saben que los hay mortales.
Y como si hablara consigo mismo, con voz sorda y trémula, en una evocación dolorosa, continuó diciendo:
–Yo amaba a aquella niña con todo el entusiasmo y toda la generosidad de mis veinte y cinco años. La amaba por su belleza aristocrática, por su inocencia absoluta, por su temperamento nervioso, hondamente sensitivo, que la sumergía a menudo en tristezas inconscientes y avasalladoras.
Sobre su existencia en flor, agitaba sus alas tenebrosas una enfermedad trágica: un aneurisma cardíaco. Tarde o temprano, no lo ignoraba, la fulminaría; pero esto, en lugar de aminorar mi cariño, lo acrecentaba, y hacíame amarla con más ternura, pues, a cada instante, me asaltaba el temor de que, por cualquier conmoción ruda, estallara el terrible mal..
Una noche, noche de trópico, esplendorosamente serena, suavemente tibia, fragante con todos los perfumes traídos por el viento desde las grandes selvas, quedamos solos los dos en el balcón de su casa. La anciana madre leía en el salón cercano. En lo alto flotaba la luna, solitaria, y radiante en el inmenso azul. Lejos, el océano tenía en sus aguas un tinte de plata. Y en tomo nuestro, en las casas vecinas, y abajo, en la calle, dormía la vida.
Mi novia, Elisa, vestía de blanco. Sus cabellos negros, recogidos sobre la cabeza, temblaban al soplo fugitivo de la brisa, circuyéndole La palidez de la frente como un raro nimbo de sombra. Y al resplandor cándido de la luna, bajo el casco azabachado de sus cabellos, en su vestido blanco, ella, tal linda, estaba maravillosa; parecíame colocada allí para una apoteosis.
Nos encontrábamos muy juntos; nuestros hombros se rozaban, nuestras manos se oprimían, y nuestras miradas cruzábanse, cargadas de reflejos húmedos. Fue aquél un momento de embriaguez, de locura, de delirio pasional, en que los labios callaban y las pupilas se decían cosas secretas y divinas. Y repentinamente, sin que ella, fascinada, hiciera resistencia alguna, la atraje, la aprisioné entre mis brazos, y nuestras bocas se confundieron en un beso, el primero, largo, sordo, quemante, supremo!
¡Supremo, sí, pero fatal! Porque de pronto la sentí estremecerse violentamente; con un movimiento brusco separó del mío su rostro, lívido, desencajada, y sus ojos, casi fuera de las órbitas, expresaron no sé qué atroz martirio, qué infinita angustia. Luego, un leve soplo surgió de su boca, serenáronse sus facciones... gravitó entre mis brazos inerte, pálida, espantosamente rígida como una estatua de mármol!
–Esperan a los señores para una partida de poker –dijo un sirviente, asomando su cara afeitada en la ventana.
Los cuatro amigos nos levantábamos pensativos:
Hernández conmovido aún por su narración, los demás perdidos en recuerdos de cariños lejanos, que venían envueltos en brumas de nostalgias. Al salir, una onda más fuerte de música, percutió alegre en nuestros oídos. Alicia atacaba la marcha nupcial de Lohengrin, y Antonio, en quien no perduraba ninguna impresión, me dijo quedo, confidencialmente:
–Es una suerte que ella no haya escuchado a Hernández, porque... imagínense que para esta noche, después de la comida, en nuestro paseo por la cubierta, me tiene prometido un beso...
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Los pasajeros abandonaron el comedor, y quedamos en la sala del
Chile, los cuatro amigos de la misma mesa, siguiendo, entre las
aspiraciones del humo de los cigarros y los sorbos del café, nuestra
charla, mecida cadenciosamente por los tumbos suaves del barco. En el
salón contiguo, Alicia, la linda limeña –cuya vivacidad adorable, en la
gracia ingenua de sus diez y ocho años, alegraba la monotonía del viaje
–tocaba en el piano un lie de Mendelssohn.Estábamos a la altura de Arica. Al través de las ventanas aparecía, distante, el puerto cautivo. Su caserío se apiñaba sobre la cordillera costeña, cuya absoluta aridez, desde el comienzo del litoral peruano, se rompía ahora con frescos cuadros de verdura. Del otro Lado, la vista dilatábase por la planicie marina, de trepidaciones lentas y largas, sobre la cual un sol gozoso, en el cenit, dardeaba su luz rubia. En los flancos del vapor, el manso oleaje de la rada tenía sonoridades dulces.
Y como se hablara de las mujeres de Lima, Antonio, el joven santiaguino, que venía de concluir en un colegio de New–York sus estudios de ingeniero electricista, exclamó:
–Sí, convengo en que son encantadoras; pero pierden mucho cuando se las compara con las norteamericanas... A pesar de mi profesión no soy, en lo general, partidario de ese buen país yanquee. Me abruman –a mí, latino por esencia –sus maquinarias, sus puentes, sus edificios, sus diarios, sus réclames, todas sus creaciones enormes y desproporcionadas: ellas evidencian un don especial para lo inarmónico, para lo inartístico. Pero, en cambio, poseen algo encantador, algo de que guarda mi espíritu un recuerdo imborrable. ¡Ah, sus mujeres!... He besado mas bocas virginales que rayos luminosos está derramando el sol en el mar. En este ejercicio adquirí conocimientos profundos; y, como des Esseintes en la del perfume, soy un maestro en la complicada ciencia del beso. En ella reside el placer perfecto, por lo mismo que no se llega jamás a la saciedad del goce total, con su corolario de hastío. Y no creo nada tan delicioso como esos flirts –inofensivos farsas amorosas– en que ejecutáis, pianista hábil, músicas exquisitas sobre el teclado vibrante de una boca propicia, roja y aromada cual cereza madura!....
–No estamos de acuerdo, Antonio –dijo don Carlos, diplomático ecuatoriano– Las muchachas norteamericanas, con su educación y sus costumbres, me producen el efecto de las Semivírgenes. ¡Dar los labios al primer conocido con la impúdica facilidad de una cortesana vulgar! Eso será agradable para los galanteadores de oficio; pero es desilusionador para el amante sincero. Eso es la prostitución, la vulgarización del beso, convertido así en un acto tan estúpidamente maquinal como el de darse la mano, puesto que pierde todo el atractivo de lo difícil y prohibido.
–Tiene razón, don Carlos, –dijo Hernández, el emigrado venezolano. –Además, agregó palideciendo, tales besos serían profanadores para quienes saben que los hay mortales.
Y como si hablara consigo mismo, con voz sorda y trémula, en una evocación dolorosa, continuó diciendo:
–Yo amaba a aquella niña con todo el entusiasmo y toda la generosidad de mis veinte y cinco años. La amaba por su belleza aristocrática, por su inocencia absoluta, por su temperamento nervioso, hondamente sensitivo, que la sumergía a menudo en tristezas inconscientes y avasalladoras.
Sobre su existencia en flor, agitaba sus alas tenebrosas una enfermedad trágica: un aneurisma cardíaco. Tarde o temprano, no lo ignoraba, la fulminaría; pero esto, en lugar de aminorar mi cariño, lo acrecentaba, y hacíame amarla con más ternura, pues, a cada instante, me asaltaba el temor de que, por cualquier conmoción ruda, estallara el terrible mal..
Una noche, noche de trópico, esplendorosamente serena, suavemente tibia, fragante con todos los perfumes traídos por el viento desde las grandes selvas, quedamos solos los dos en el balcón de su casa. La anciana madre leía en el salón cercano. En lo alto flotaba la luna, solitaria, y radiante en el inmenso azul. Lejos, el océano tenía en sus aguas un tinte de plata. Y en tomo nuestro, en las casas vecinas, y abajo, en la calle, dormía la vida.
Mi novia, Elisa, vestía de blanco. Sus cabellos negros, recogidos sobre la cabeza, temblaban al soplo fugitivo de la brisa, circuyéndole La palidez de la frente como un raro nimbo de sombra. Y al resplandor cándido de la luna, bajo el casco azabachado de sus cabellos, en su vestido blanco, ella, tal linda, estaba maravillosa; parecíame colocada allí para una apoteosis.
Nos encontrábamos muy juntos; nuestros hombros se rozaban, nuestras manos se oprimían, y nuestras miradas cruzábanse, cargadas de reflejos húmedos. Fue aquél un momento de embriaguez, de locura, de delirio pasional, en que los labios callaban y las pupilas se decían cosas secretas y divinas. Y repentinamente, sin que ella, fascinada, hiciera resistencia alguna, la atraje, la aprisioné entre mis brazos, y nuestras bocas se confundieron en un beso, el primero, largo, sordo, quemante, supremo!
¡Supremo, sí, pero fatal! Porque de pronto la sentí estremecerse violentamente; con un movimiento brusco separó del mío su rostro, lívido, desencajada, y sus ojos, casi fuera de las órbitas, expresaron no sé qué atroz martirio, qué infinita angustia. Luego, un leve soplo surgió de su boca, serenáronse sus facciones... gravitó entre mis brazos inerte, pálida, espantosamente rígida como una estatua de mármol!
–Esperan a los señores para una partida de poker –dijo un sirviente, asomando su cara afeitada en la ventana.
Los cuatro amigos nos levantábamos pensativos:
Hernández conmovido aún por su narración, los demás perdidos en recuerdos de cariños lejanos, que venían envueltos en brumas de nostalgias. Al salir, una onda más fuerte de música, percutió alegre en nuestros oídos. Alicia atacaba la marcha nupcial de Lohengrin, y Antonio, en quien no perduraba ninguna impresión, me dijo quedo, confidencialmente:
–Es una suerte que ella no haya escuchado a Hernández, porque... imagínense que para esta noche, después de la comida, en nuestro paseo por la cubierta, me tiene prometido un beso...
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Estábamos a la altura de Arica. Al través de las ventanas aparecía, distante, el puerto cautivo. Su caserío se apiñaba sobre la cordillera costeña, cuya absoluta aridez, desde el comienzo del litoral peruano, se rompía ahora con frescos cuadros de verdura. Del otro Lado, la vista dilatábase por la planicie marina, de trepidaciones lentas y largas, sobre la cual un sol gozoso, en el cenit, dardeaba su luz rubia. En los flancos del vapor, el manso oleaje de la rada tenía sonoridades dulces.
Y como se hablara de las mujeres de Lima, Antonio, el joven santiaguino, que venía de concluir en un colegio de New–York sus estudios de ingeniero electricista, exclamó:
–Sí, convengo en que son encantadoras; pero pierden mucho cuando se las compara con las norteamericanas... A pesar de mi profesión no soy, en lo general, partidario de ese buen país yanquee. Me abruman –a mí, latino por esencia –sus maquinarias, sus puentes, sus edificios, sus diarios, sus réclames, todas sus creaciones enormes y desproporcionadas: ellas evidencian un don especial para lo inarmónico, para lo inartístico. Pero, en cambio, poseen algo encantador, algo de que guarda mi espíritu un recuerdo imborrable. ¡Ah, sus mujeres!... He besado mas bocas virginales que rayos luminosos está derramando el sol en el mar. En este ejercicio adquirí conocimientos profundos; y, como des Esseintes en la del perfume, soy un maestro en la complicada ciencia del beso. En ella reside el placer perfecto, por lo mismo que no se llega jamás a la saciedad del goce total, con su corolario de hastío. Y no creo nada tan delicioso como esos flirts –inofensivos farsas amorosas– en que ejecutáis, pianista hábil, músicas exquisitas sobre el teclado vibrante de una boca propicia, roja y aromada cual cereza madura!....
–No estamos de acuerdo, Antonio –dijo don Carlos, diplomático ecuatoriano– Las muchachas norteamericanas, con su educación y sus costumbres, me producen el efecto de las Semivírgenes. ¡Dar los labios al primer conocido con la impúdica facilidad de una cortesana vulgar! Eso será agradable para los galanteadores de oficio; pero es desilusionador para el amante sincero. Eso es la prostitución, la vulgarización del beso, convertido así en un acto tan estúpidamente maquinal como el de darse la mano, puesto que pierde todo el atractivo de lo difícil y prohibido.
–Tiene razón, don Carlos, –dijo Hernández, el emigrado venezolano. –Además, agregó palideciendo, tales besos serían profanadores para quienes saben que los hay mortales.
Y como si hablara consigo mismo, con voz sorda y trémula, en una evocación dolorosa, continuó diciendo:
–Yo amaba a aquella niña con todo el entusiasmo y toda la generosidad de mis veinte y cinco años. La amaba por su belleza aristocrática, por su inocencia absoluta, por su temperamento nervioso, hondamente sensitivo, que la sumergía a menudo en tristezas inconscientes y avasalladoras.
Sobre su existencia en flor, agitaba sus alas tenebrosas una enfermedad trágica: un aneurisma cardíaco. Tarde o temprano, no lo ignoraba, la fulminaría; pero esto, en lugar de aminorar mi cariño, lo acrecentaba, y hacíame amarla con más ternura, pues, a cada instante, me asaltaba el temor de que, por cualquier conmoción ruda, estallara el terrible mal..
Una noche, noche de trópico, esplendorosamente serena, suavemente tibia, fragante con todos los perfumes traídos por el viento desde las grandes selvas, quedamos solos los dos en el balcón de su casa. La anciana madre leía en el salón cercano. En lo alto flotaba la luna, solitaria, y radiante en el inmenso azul. Lejos, el océano tenía en sus aguas un tinte de plata. Y en tomo nuestro, en las casas vecinas, y abajo, en la calle, dormía la vida.
Mi novia, Elisa, vestía de blanco. Sus cabellos negros, recogidos sobre la cabeza, temblaban al soplo fugitivo de la brisa, circuyéndole La palidez de la frente como un raro nimbo de sombra. Y al resplandor cándido de la luna, bajo el casco azabachado de sus cabellos, en su vestido blanco, ella, tal linda, estaba maravillosa; parecíame colocada allí para una apoteosis.
Nos encontrábamos muy juntos; nuestros hombros se rozaban, nuestras manos se oprimían, y nuestras miradas cruzábanse, cargadas de reflejos húmedos. Fue aquél un momento de embriaguez, de locura, de delirio pasional, en que los labios callaban y las pupilas se decían cosas secretas y divinas. Y repentinamente, sin que ella, fascinada, hiciera resistencia alguna, la atraje, la aprisioné entre mis brazos, y nuestras bocas se confundieron en un beso, el primero, largo, sordo, quemante, supremo!
¡Supremo, sí, pero fatal! Porque de pronto la sentí estremecerse violentamente; con un movimiento brusco separó del mío su rostro, lívido, desencajada, y sus ojos, casi fuera de las órbitas, expresaron no sé qué atroz martirio, qué infinita angustia. Luego, un leve soplo surgió de su boca, serenáronse sus facciones... gravitó entre mis brazos inerte, pálida, espantosamente rígida como una estatua de mármol!
–Esperan a los señores para una partida de poker –dijo un sirviente, asomando su cara afeitada en la ventana.
Los cuatro amigos nos levantábamos pensativos:
Hernández conmovido aún por su narración, los demás perdidos en recuerdos de cariños lejanos, que venían envueltos en brumas de nostalgias. Al salir, una onda más fuerte de música, percutió alegre en nuestros oídos. Alicia atacaba la marcha nupcial de Lohengrin, y Antonio, en quien no perduraba ninguna impresión, me dijo quedo, confidencialmente:
–Es una suerte que ella no haya escuchado a Hernández, porque... imagínense que para esta noche, después de la comida, en nuestro paseo por la cubierta, me tiene prometido un beso...
Media Noche.
Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!
Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.
Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...
Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.
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Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!
Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.
Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...
Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.
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La Zamacueca
En Valparaíso, el 18 de setiembre. La ciudad, toda omamentada con banderas y gallardetes, vibraba sonoramente, en el regocijo de la fiesta nacional. La población entera se había echado a la calle, para aglomerarse en el malecón, frente a la bahía, donde los barcos de guerra y los mercantes engalanados también con las telas simbólicas del patriotismo cosmopolita- simulaban actos triunfales, flotantes y danzarines sobre el oleaje bravío. En el fondo, por encima de los techos de la ciudad comercial, asomaban las casas de los cerros, cual si se empi-naran para atisbar a la muchedumbre del puerto. Las regatas de botes atraían a aquella concurrencia heterogénea. Y, en la omnicromía de su indumento, ondulaba compacta y vistosa bajo el sol primaveral, alto ya sobre la transparencia de azul.
Con el inglés, Mr. Litchman, mi compañero de viaje desde Lima, presencié un rato las regatas. Los rotos de piel curtida, de pechos robustos y brazos musculosos, remaban vertiginosamente; y al impulso de los remos los botes, saltando, cabeceando, cortaban con celeridad ardua, las olas convulsivas.
- Hay bailes hoy en Playa Ancha? - me preguntó Litchman.
- Sí, durante toda la semana.
- Entonces, Si le parece, vamos... Son más interesantes que las regatas. Estos hombres no saben remar.
Un coche pasaba, y subimos a él. Salvamos rápidamente las ultimas casas del barrio sur, y seguimos por una calzada estrecha, elevada algunos metros sobre el mar. El sol llameaba como en pleno estío, y ante el incendio del espacio, la llanura oceánica resplandecía ofuscante, refractando el fuego del astro. Al mismo tiempo, soplaba un viento marino, glacial por su frescura; y así el ambiente, dulcificado en su calor, amortecido en su frío, hacíase grato como un perfume. A un lado, abajo, el agua reventaba, con hervores estruendosos con sonoras turbulencias de espuma. Al otro, se alzaba, casi recto, el flanco del cerro, a cuya meseta nos dirigíamos; y lejos, en la raya luminosa del horizonte, se perdía gradualmente la silueta de un bosque.
El coche llegó al término de la ruta plana, e inició luego el ascenso de la espiral labrada en el costado del cerro. Ya en la meseta, con amplitud de valle, apareció en toda su magnificencia el paisaje, prestigiosamente panorámico. Frente, el mar, enorme de extensión, todo rizado de olas, reverberante de sol; atrás, la cordillera costeña, recortando sus cumbres níveas en la gran curva del firmamento a la izquierda, próxima, la playa de arena rubia, y a la derecha, con su puerto constelado de naves, con su aspecto caprichoso, con su singular fisonomía, Valparaíso, alegre hasta por la misma asimetría de su conjunto, y radiante bajo el oro del sol.
En la meseta, a través de boscajes, vestidos por la resurrección invernal, aparecía una extraña agrupación de carpas, semejantes al aduar de una tribu nómada. Detrás, dos hileras de casas de piedra constituían la edificación estable del paraje. Y de las carpas y de las casas volaban ritmos de música raras, cantares de voces discordantes, gritos, carcajadas: todo en una polifonía estrepitosa. Cruzamos, con pasos elásticos, los boscajes; bajo los arboles renacientes encontrábamos parejas de mozos y mozas, en agreste idilio, o bien familias completas, merendando a la sombra hospitalaria de algún toldo. Nos metimos por entre las carpas: alrededor de una, más grande, se aprestaba la gente, en turba nutrida, aguardando su turno de baile. Penetramos. Dentro, la concurrencia no era menos espesa. Hombres, trajeados con pantalones y camisas de lana, de colores obscuros, y mujeres con telas de tintes violetas, formaban ancha rueda, eslabonada por un piano viejo, ante el cual estaba el pianista. Junto al piano, un muchacho tocaba la guitarra y tres mujeres cantaban, llevando el compás con palmadas. En un ángulo de la sala le-vantábase el mostrador cargado de botellas y vasos con bebidas, cuyos fermentos alcohólicos saturaban el recinto de emanaciones mareantes. Y en el centro de la rueda, sobre la alfombra, tendida en el piso terroso, una pareja bailaba la zamacueca.
Jóvenes ambos, ofrecían notorio contraste. Era el un galán de tez tostada, de mediana estatura, de cabello y barba negros: un perfecto ejemplar de roto, mezcla de campesino y marinero. Con el sombrero de fieltro en una mano, y en la otra un pañuelo rojo, fornido y ágil, giraba zapateando en torno de ella. La muchacha, en cambio, parecía algo exótica en aquel sitio. Grácil y esbelta, bajo la borla de la cabellera broncínea destacábase su rostro, de admirable regularidad de rasgos. Tenia, lujo excéntrico, Un vestido de seda amarilla; el busto envuelto por un pa-ñolón chinesco, cuyas coloraciones radiaban en la cruda luz, y en la mano un pañuelo también rojo. Muy blanca, la danza le encendía, con tonos carmíneos, las mejillas. En sus ojos garzos, circuidos de grandes ojeras azulosas, había ese brillo de potencia extraordinaria, ese ardor concentrado y húmedo, peculiares en ciertas histerias; y con la boca entreabierta y las ventanas de la nariz palpitantes; inhalaba ávidamente el aire, como Si le fuera rebelde a los pulmones.
Bailaba, ajustando sus movimientos a los compases difíciles, cambiantes, de la música. Y su cuerpo, fino, flexible, se enarcaba, se estiraba, se encogía, se cimbreaba, erguíase, vibraba, se retorcía, aceleraba los pasos, imprimíales lenti-tudes lánguidas, gestos galvánicos; o se mecía con balances muelles, adquiriendo posturas de languidez, de abandono, de desmayos absolutos. Y así, siempre ser-pentina rebosante de voluptuosidad turbadora, de incitaciones perversas, voltejeaba ante los ojos como una fascinación demoniaca.
¿De qué altura social, por qué misteriosa pendiente descendió aquella hermosa criatura, de porte delicado, de apariencia aristocrática? ¿Qué lazos la unían, anti-guos o recientes, con su compañero de baile? ¿Era una degenerada nativa, a quien desequilibrios orgánicos aventaron lejos del hogar, en alguna loca aventura? ¿O la fatalidad la arrojó al abismo, convirtiéndola en la infeliz histérica, que ahora, en aquel recinto daba tan extraña nota, siendo a la vez una curiosidad dolorosa y una provocación embriagante?
La voz del inglés me arrancó de estos pensamientos:
- Voy a bailar... me gustó mucho la zamacueca... y esa mujer también. Ayer bailé con ella.
Le miré: su semblante permanecía grave, y sus grandes ojos celtas contemplaban serenamente a la bailadora. Sacó un pañuelo escarlata, traído sin duda para el caso, y adelantó hasta el medio de la rueda. La pareja se detuvo: el roto, cejijunto, hostil; la muchacha, ondulando sobre los pies inmóviles, sonriendo a Litchman, quien sin perder su gravedad, esbozaba ya un paso de la danza. .. Pero el suplantado, de un salto se colocó delante. Un puñal pequeño relucía en su mano.
- Hoy no dejo que me la quite... Acaso la traigo para que usted...
No pudo concluir la frase: el brazo de Litchman se alzó y tendióse rápido, y un formidable mazazo retumbó en la frente del roto. Vaciló este, tambaleóse y rodó por el suelo, con la cara bañada en sangre. La música y el canto enmudecieron; y la rueda expectante convirtióse en un grupo, arremolinado alrededor del caído Ya Litchinan, impasible siempre, estaba junto a mi y nos preparábamos para salir, cuando agudo, brotó un grito del grupo. Hubo otro remolino disolvente, y apareció de nuevo la primitiva pareja de baile. El hombre se limpiaba con el pa-ñuelo la sangre de la frente; la muchacha rígida, como petrificada, como enclavada en el piso, no trataba de enjugar la ola purpúrea que le manaba de la mejilla. La herida debía de ser grande; pero desaparecía bajo la mancha roja, cada vez más invasora.
Y el roto, con voz silbante como un latigazo, le gritó a aquella faz despavorida y sangrienta:
- Creías, pues, que sólo yo iba a quedar marcado...
Bibliografía
Panamá-América 1999
panamápoesia.com/pt64.php
Hablando con los fantasmas - 9.- La zamacueca. Darío Herrera
Media Noche.
Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!
Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.
Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...
Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.
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Solo, bajo el cielo inmenso, ante el prestigio augusto de la luna, pienso y sueño. Y, como en la onda de una brisa dulcemente animadora, todos mis pensamientos y todos mis sueños vuelan a tí; a ti, amada mía, que duermes, quizás, –azucena inmaculada– entre la nieve de tu lecho de virgen. Pienso y sueño, y a la magia de tu recuerdo visionero ¡qué de anhelos van brotando en mi alma, la nostálgica eterna de la dicha!
Sí, querría que fuera en una noche como ésta la hora suprema en que irradiara de tus pupilas agarenas la llama sagrada, en que surgiera de tus labios estremecidos la palabra milagrosa.
Y que fuera allá, lejos de las ciudades, lejos de lo ficticio, lejos de todo lo que amarga y de todo lo que hiere, en un sitio bello, misterioso como el amor, dentro de un bosque inviolado, sonoro al viento como una gran lira, cerca de un lago pequeño, suavemente melodioso como el canto de una flauta lejana. En sus orillas, lises rojos como rosas y rosas blancas como lises. Sobre el cielo, entre velos de nubes albas, la luna... ¿Margarita? ¿lirio? ¿perla?... no: Ofelia naufraga flotando en un vasto mar azul . Por la atmósfera, vibrante como el cristal, diáfana como plata fluida, un vuelo níveo de palomas; y sobre el lago la florescencia cándida de una parvada de cisnes...
Y allá, bajo el cielo inmenso, en la majestad tranquila de la naturaleza, ante el prestigio augusto de aquel claro de luna –y en tanto que la ola de tus cabellos caía por tu espalda como un jirón del manto de la noche sobre un campo de nieve –que viera yo irradiar de tus pupilas agarenas la llama sagrada y escuchara de tus labios estremecidos la palabra milagrosa. Y allá los dos, solos, juntos, que comulgáramos en el cáliz rojo del Beso, triunfando así, tú de mis nostalgias con el esplendor de tu belleza, yo de ti con mis caricias y ambos con nuestra juventud del Tiempo y de la Vida.
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